Manuel, uno de mis amigos más cercanos, llegó con la mirada contrariada y el semblante anonadado cuando se reunió con nosotros en la cafetería el 8 de marzo del año pasado. Después de relativamente poca insistencia de nuestra parte, y en cuanto todos estuvimos sentados, procedió a contarnos el motivo de su desconcierto. En el camino de la biblioteca hacia el punto de encuentro, mi amigo se había topado con dos compañeras desconocidas cuyos brazos estaban ocupados abrazando sus computadoras y libros y que de igual forma esperaban el elevador. En cuanto éste llegó, Manuel tuvo a bien mantener la puerta abierta para que ellas pasaran. Una vez adentro, y debido a la cercanía de su posición respecto a los botones, les preguntó si también iban al piso de acceso para poder presionar el nivel correspondiente. Cuando por fin se abrieron las puertas, él se mantuvo dentro del elevador oprimiendo el botón para que las dos chicas pudieran salir. Lo que nunca imaginó es que, en cuanto ambas tuvieron un pie fuera, voltearon la vista para mirarlo con desdén y pronunciar con evidente desprecio “¡pinche macho!”.
Después de condenar la majadería –pues bajo ninguna óptica podría entenderse como algo diferente a una falta de respeto– nos dimos a la tarea de buscar una justificación a la agresiva reacción de las dos alumnas. Tras mucho comentar sobre el suceso y de compartir la anécdota con otros para escuchar diferentes puntos de vista, el análisis nos llevó a comprender que el objetivo de fondo era en realidad descubrir si la caballerosidad es o no una forma de machismo.
Partiendo de un análisis lingüístico, si entendemos al machismo como “el grupo de acciones, actitudes y conductas discriminatorias y/u ofensivas hacia el sexo femenino que, sustentadas en una supra-estructura social, buscan preservar la posición y percepción de supremacía de la figura masculina”; a la discriminación como “el dar un trato desigual a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos o de sexo”, de acuerdo al DLE; y limitamos el concepto de caballerosidad al “conjunto de hábitos y atenciones que un hombre debe mantener hacia una mujer” (por el simple hecho de ser mujer), es entonces correcto creer que ser caballeroso es en realidad una forma de machismo.
Este argumento se reafirma si nos remontamos al origen histórico de la caballerosidad, en la que era considerado «caballero» aquel que por su educación y linaje le era otorgado el rol de protector de los débiles y desprotegidos, para años más tarde mezclarse con el amor cortés y entenderse una forma de cortejo cuyas prácticas semejaban el vasallaje del varón hacia la dama. En pocas palabras, bajo esta línea, la caballerosidad se podría entender como machista –aunque no busque serlo– si las atenciones se ofrecen en la búsqueda de una correspondencia afectiva exclusivamente, si son motivadas por una presunción de superioridad masculina (o inferioridad femenina) y si se ofrece el trato preferencial a la mujer únicamente por ser mujer.
Y es aquí donde nos topamos con una encrucijada. Al no poderse distinguir caso por caso el motivo y la intención de una acción ¿Debemos abandonar toda intención de amabilidad con tal de no ofender a terceros ni de contribuir a la preservación de una estructura social discriminatoria e inequitativa?
De ninguna manera. La única solución se vuelve el ser indiscriminadamente atentos, procurando cuidado sin importar sexo ni ningún otro factor, motivados simplemente por el hecho de ser buenos con el prójimo. En un mundo tan individualizado como enajenante, la amabilidad se vuelve un acto de rebeldía, y reincorporar el trato cortés al día a día se torna tan necesario como urgente, pues es la amabilidad y el cuidado de los unos por los otros lo que nos reafirma como humanidad, ya que, como dijo Cicerón, “difícil es decir cuánto concilia los ánimos humanos la cortesía y la afabilidad.”