José Alfredo Jiménez, en sus celebérrimos “Caminos de Guanajuato”, dice que “No vale nada la vida”, y nosotros, en consonancia con tal afirmación, a veces nos reímos de la muerte; sin embargo, cuando esta toca a nuestros seres queridos se acaba la risa, tal como sucede con este proceso de selección natural (pandemia) que nos confronta con la muerte, cuestiona los valores (por ejemplo, hace que nos replanteemos la disyuntiva de ‘ser o tener’), y crea en nosotros un sentimiento de impotencia al poner en entredicho nuestras seguridades y mostrar que los avances de la ciencia, la medicina y la tecnología son todavía insuficientes para regir nuestro destino.
La muerte puede ser definida como un cese de la actividad orgánica, una separación del alma y el cuerpo, un tránsito hacia algo distinto, o el límite final de la vida (el límite inicial es la concepción del embrión). ¿Y cuál de estos dos límites es el más importante? La respuesta, además de ser subjetiva, depende del cristal con que se mire, que puede ser biológico, religioso, histórico, ontológico, etc.; aunque hay quien replica que la pregunta es ociosa, pues lo importante no son los límites, sino lo contenido entre ellos, es decir, la vida.
Me atrevo entonces a cuestionar al autor: ¿la vida vale, o no vale nada? Recuerdo que una amiga china me comentó que, según su cultura, el valor de una persona depende de cuánto retribuye a sus padres lo que recibió de ellos, y que, por eso, prefieren las vidas largas (porque la longevidad da más oportunidad de retribuir lo recibido). Y, según la cultura occidental, ¿es mejor una vida larga o una vida corta? ¿Y con qué criterio se mide? Séneca responde que la vida no es ni larga ni corta, sino que es suficiente, si se hace lo correcto. En otras palabras: la muerte es oportuna si la persona ha cumplido su misión.
Para alcanzar la madurez humana (y cumplir la propia misión), los antiguos sugerían reflexionar sobre la muerte; pero, dado que ésta es un acontecimiento que no solo vive el individuo, sino que afecta a todo su entorno, creo que no basta con pensar en ella individualmente, sino que debe ser conmemorada en grupo. Por ello, sería deseable que cada persona organizara una reunión anual (o bienal, si anual le parece excesivo) para conmemorar su propia muerte –obviamente, desconociendo la fecha en que esta va a acontecer–. De hecho, el día y la hora en que sucederá son irrelevantes, pues lo importante –y absoluto– es el acontecimiento, y no la fecha –relativa– en que sucede. (Así, cuando festejamos un cumpleaños, nos interesa que la persona nació, y no si lo hizo un 8 o el 18 de cierto mes. Y lo mismo sucede con la muerte: lo importante es que la persona se va, y no la fecha de su partida).
Conmemorar la muerte mientras seguimos construyendo nuestro tiempo puede constituir un momento idóneo para estrechar los vínculos de amistad, recordar las virtudes y logros personales, y realizar una síntesis vital que nos permita ‘hacer lo correcto’ (Séneca dixit), conocernos mejor y continuar la existencia con una motivación renovada; porque pensar en la muerte nos permite dar un paso más hacia la plenitud, y revivir e iluminar nuestros recuerdos –que son los mayores tesoros que quedan en la memoria cuando nuestros amores se han ido–.
La experiencia de la muerte, además de ser una de las cosas que nos diferencian de los dioses –ignorantes de lo que es morir porque no pueden experimentarlo–, constituye una de nuestras mayores riquezas y está siempre presente en nuestro caminar, pues cuando hacemos lo correcto, y cuando amamos, de alguna manera entregamos la vida –y esto se llama “morir”–.
No voy a contradecir al gran compositor guanajuatense, pero sí creo que reflexionar sobre nuestra muerte nos puede inspirar un maravilloso final para la sinfonía inconclusa de nuestra vida, y puede ayudarnos a comprender que, aunque todavía no hemos muerto, estamos muriendo.
Agradezco a la tanatóloga Coco Escamilla, cuyas sugerencias y perspectivas enriquecieron este texto.
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