Ya sea que nos refiramos al inicio de semestre, al año nuevo o al solsticio de primavera, es una realidad que el comienzo de cualquier ciclo calendario viene invariablemente cargado de una alta dosis de esperanza y optimismo. No es casualidad que al reloj marcar las doce del año entrante, se viertan uva a uva los deseos que se anhelan cumplir durante los siguientes 365 días. Sin embargo, ¿Dónde es que encuentra su origen esta fantasía que nos contamos sobre un futuro promisorio? ¿Acaso se limita meramente a ser una ilusión proyectada o resulta ser una traición del subconsciente que nos revela la profunda inconformidad mantenida hacia nuestro presente tal que optamos por refugiarnos en el espejismo de un mañana mejor?
Sigamos esta poco alentadora línea de pensamiento. Una de los axiomas más simples que pudiera darse sobre las condiciones bajo las que se desarrolla nuestra existencia es el cambio. Nuestra vida se determina por los momentos en los que tuvimos que cambiar y aprender a adaptarnos a las nuevas condiciones en las que nos desenvolvemos. Es por ello que anhelar el cambio a futuro no es más que aspirar a que nuestro destino colapse más pronto en el presente, pues no nos sentimos del todo a gusto en él. Recordando a César Pérez Gellida “…el futuro no es más que una prolongada huida del pasado cuando uno no ha podido elegir su presente.”
Entonces, si anhelamos ver cambio en la manera en la que se conduce nuestro día a día, se abren ante nosotros las siguientes dos posibilidades: el virar a voluntad nuestro timón de golpe y enderezar el curso (Con todas las dificultades y sacrificio que ello conlleva) o ceder ante la fantasía adolescente de huir de todo y empezar desde cero. Esta última cobra relevancia a medida en que el presente nos decepciona más y más, y entre mayor sea nuestro deseo de que las cosas sean diferentes pues, como dijo El Gabo “Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez”.
El reconfortante alivio que nos embarga ante la quimera del escape se fundamenta en la reiterada e inconsciente preferencia hacia la posibilidad total; al iniciar de cero en algún lugar, todo es posible pues no hay pasado ni condicionalidad. Sin embargo ¿Todo resulta ser tan fácil como lo pinta nuestra soñadora mente?
Una oportunidad para vislumbrar cómo sería el quemar las naves y aventurarse en esta hazaña es la serie original de Netflix estrenada hace un par de semanas “The End of the F***ing World”. Basada en la tira cómica homónima de Charles F. Fiorsman narra durante ocho intensos episodios la historia del “psicópata” James (Interpretado con maestría por Alex Lawther) y la trastornada y rebelde Alyssa (Jessica Barden en una actuación ejemplar) quienes toman la decisión de dejar su monótona y desdichada vida e historia para sentirse libres y vivir sin atadura ni impedimento. Lo que inicia como una comedia negra al más puro estilo británico, rápidamente se torna en un drama obscuro y mórbido que nos hace preguntar sobre si realmente el escape vale la pena o, como tuvo a bien decir Antoine de Saint-Exupéry “La huida no ha llevado a nadie a ningún sitio”.