Tengo un vicio por comprar libretas. Desde que tengo memoria consciente, pocos objetos han sido capaces de despertar en mí tal fascinación como lo que consigue cualquier tipo de cuaderno que conserve sus hojas intactas. ¿La razón? Mucho tiempo creí que no era más que un gusto motivado por la misma irracionalidad que invade a cualquier coleccionista, despertando en él el deseo de acumular cada vez más y más piezas para acrecentar su colección. O bien, parecía razonable creer que quizás me cautivaba simplemente el objeto por sí mismo, sin mayor explicación o fundamento detrás. Sin embargo, mientras esperaba en la fila para pagar por mi nueva y cuadriculada adquisición, caí en la cuenta de que lo que en realidad me ha atraído durante todos estos años no es más que la infinita libertad que ofrecen sus hojas en blanco.
Si nos preguntamos ¿Qué tienen en común los apasionados poemas de Bécquer, los emotivos nocturnos de Chopin, los ensayos que describen la epistemología de Kant, el Tratado de Versalles y una meticulosamente ordenada lista de supermercado? Resulta que todas ellas, en su estado primigenio, no fueron más que una hoja en blanco. Y es que un pedazo de papel nuevo es la mejor representación de la absoluta posibilidad, pues abre ante nosotros una infinita gama de alternativas a la espera de ser desarrolladas, siendo el punto de partida que permite con igualdad de probabilidad el escribir el pensamiento más absurdo y banal como discernir el sentido mismo de nuestra existencia.
El profanar con tinta la blancura de una página es quizás el reto más difícil, pues si bien pocas situaciones entusiasman al ser humano tanto como los comienzos – pues atrapa en sí todos los caminos posibles por recorrer – el esgrimir el primer trazo fija el curso que se habrá de seguir hasta el final, acotando así el propósito de la hoja hacia un objetivo en específico, condenándonos así a renunciar a la libertad que nos fue ofrecida en un principio.
Una hoja en blanco no es más que una metáfora de la vida del ser humano, en la que cada día representa un conjunto infinito de posibilidades sobre las que constantemente tenemos que decidir. Es cierto que muchas veces parece más atractiva la idea de solo contemplar nuestro yo potencial vertido en la inmensa promesa del puede ser, y nos aterra pensar que la elección tomada nos condicione a un destino del cual no habrá marcha atrás. Sin embargo, decidir implica avanzar tanto como escribir nos lleva a crear, permitiendo que nuestra vida se encause hacia su plena realización, llevándola a construir su propia historia. Y es entonces que aparece irremediablemente ante nosotros la pregunta ¿Qué es más tormentoso? ¿Atrevernos a tomar la pluma ateniéndonos a las consecuencias o sentenciarnos a vivir en la eterna interrogante del qué hubiera sido?