Hace ya un par de semanas que dio inicio la temporada de exámenes. Es durante este período en el que las constantes desveladas, el estrés crónico y las maratónicas sesiones de estudio se convierten en el pan de cada día, despertando un sentimiento de fraterna solidaridad y compasión entre la comunidad estudiantil.
Durante estas fechas no es raro escuchar entre los pasillos palabras de apoyo que buscan alentar a aquellos gladiadores de la academia a empuñar sus plumas con valor minutos antes de enfrentar el ineludible destino de la evaluación. Frases como “¡Te irá de maravilla!” “¡Mata a ese examen!” o “¡Tú puedes con esto!” son claro ejemplo del inventario de ánimos intercambiados entre alumnos. Sin embargo, dentro de este acervo de porras hay una –curiosamente, la más común– que levanta especial polémica debido a las implicaciones conceptuales que conlleva. Cuando nos atrevemos a desearle ¡Suerte! a alguien nos exponemos a recibir por respuesta el trillado argumento “La suerte es para perdedores, mejor deséame ¡Éxito!”. Dicha contestación, más allá de desalentar nuestras buenas intenciones, conlleva implícitamente una concepción errónea sobre lo que en realidad es la suerte, el éxito y la relación que ambas guardan.
Para que determinada actividad pueda llevarse a cabo satisfactoriamente de tal forma que cumpla con los requerimientos impuestos con anterioridad – definición de éxito – es necesaria la comunión de dos elementos: Personal y Circunstancial. En el elemento Personal recaen la preparación, el desarrollo de habilidades y todo el trabajo previo que debe realizarse para alcanzar el éxito, mismos que son indiscutiblemente responsabilidad de cada uno y que responden al esfuerzo individual dedicado. El elemento Circunstancial se refiere a todas aquellas condiciones que son necesarias para que el trabajo previo personal pueda traducirse en un resultado favorable, pero que escapan del control de uno; el tráfico, el clima, la disposición de las demás partes, el estado de salud, que la calculadora no se quede sin pila o que el examen comience a tiempo son algunos ejemplos de la circunstancialidad a la que estamos sujetos y que escapan de nuestro dominio. Así, al decir ¡Suerte! nos referimos meramente al deseo de que el elemento Circunstancial juegue a favor de nuestro interlocutor, siendo el óptimo para que su preparación personal logre capitalizarse satisfactoriamente. Que todo aquello que no se pudo prever, esté alineado en su favor.
El renegar sobre la existencia de la suerte, o el declararla prescindible, no es más que la negación de nuestra ausencia de control sobre el resto de los fenómenos que paralelamente ocurren en el universo, soberbiamente asumiendo que de nuestra voluntad habrá de depender el devenir en su totalidad. En palabras de Woody Allen, “La gente tiene miedo de enfrentarse al hecho de que gran parte de la vida depende de la suerte. Da miedo pensar que hay tantas cosas fuera de nuestro control”. Es por ello que te invito, querido lector, a desear suerte en vez de éxito pues ¿Qué mayor muestra de buenas intenciones puede existir hacia alguien que el esperar que las condiciones sean propicias para que alcance aquello por lo que ha trabajado?