La muerte ha ocupado un lugar importante dentro de las preocupaciones que aquejan al ser humano. El misterio que gira en torno a ella ha sido inspiración recurrente de análisis filosófico y representación artística desde el origen de la civilización. No es casualidad que exista una deidad asociada con la muerte en cada cultura, ni que haya registro de que rituales y celebraciones que giraban en torno a ella fungieran como la piedra angular del sistema de creencias en cuestión.
De acuerdo a la teoría freudiana, el hacernos conscientes de que “todos le debemos nuestra muerte a la naturaleza” hace que moldeemos nuestra psique en relación a ella, construyendo mecanismos de defensa que nos evadan de caer en un ataque de angustia existencial cuando ella se hace presente, sea en alguien cercano, lejano o inclusive al acercarse amenazante hacia nosotros mismos. Uno de estos mecanismos se hace presente en la instintiva reacción de voltear a ver hacia el lugar en el que ocurrió alguna tragedia o accidente que haya cobrado saldo humano. Esta morbosa curiosidad, tan inherente a la naturaleza humana responde, de acuerdo a Freud, a la ambivalencia de sentimientos que aparecen al ser testigos de la muerte de un tercero pues, por una parte, nos aterra contemplar la posibilidad de sufrir un destino similar, y por la otra –originada en un pensamiento mucho menos consciente– sentimos alivio al no haber sido uno el que pereciera en ese instante.
Esta forma de consuelo –que a su vez nos distrae de nuestra condición de mortalidad– ha sido explotado por los medios de comunicación, principalmente por la prensa amarillista. Basta con parar una mañana en cualquier semáforo o esquina para encontrar a un voceador anunciando las más crueles y gráficas fatalidades, encontrando canónicamente a la clientela habitual. No es de extrañar que periódicos de este corte encabecen año con año las listas de los tirajes más leídos, ni que el nivel de explicitud en la violencia que aparece en el cine o televisión sea cada vez mayor, pues pareciera que se ha optado por exhibir la crudeza de la muerte con tanta frecuencia que la humanidad logre desensibilizarse ante ella.
Dentro de toda la producción de Andy Warhol, la obra Desastres pone de manifiesto esta perversa admiración hacia la catástrofe. Compuesta por imágenes de suicidios, accidentes automovilísticos, atún envenenado, sillas eléctricas, disturbios raciales – tomadas en su mayoría de diarios locales y de reportes policiacos– permite al espectador presenciar aquellas catástrofes plebeyas padecidas por los ciudadanos que logran escapar del reflector de la fama hasta que les toma por sorpresa al momento de morir. Warhol toma estos desastres ordinarios y anónimos para elevarlos al mismo plano que los sufridos por las celebridades, dotándolos de monumentalidad y permite – aunque no sea la principal intención de su narrativa artística enfocada en exponer la crueldad y morbo con el que se lucra con el sufrimiento– que el espectador recuerde una vez más el Memento Mori- “La muerte nos alcanza a todos…Recuerda que morirás”.