Con la pregunta que da título a esta columna, el psiquiatra austriaco Viktor E. Frankl daba inicio a cada una de sus consultas. Convencido completamente de que el ser humano encuentra su principal y más profunda motivación en la búsqueda de aquello que dote de sentido a la vida, el doctor Frankl enfocaba sus sesiones en desnudar la existencia del paciente mediante las respuestas ofrecidas a este cuestionamiento con el fin de que éste reconociera en ellas los elementos esenciales que daban valor a sus días; el compilarlos de forma coherente y significativa se convertía en el objetivo principal sesión a sesión de tal modo que el paciente encontrara en el resultado su propósito personal de vida, dando así origen al método terapéutico bautizado como Logoterapia.
La interrogante que para Viktor Frankl fungió como piedra angular en su trabajo de investigación psiquiátrica representó para Albert Camus la cuestión filosófica más compleja e importante de todas. En su obra El Mito de Sísifo el existencialista francés plantea que cuestionarse sobre el suicidio – que a su vez implica preguntarse por el sentido de la vida y si esta en verdad tiene sentido – es la primera pregunta a la que el ser humano busca dar respuesta, pues es una necesidad instintiva el encontrarle orden al cosmos y hallar consuelo existencial convenciéndonos de que nuestro paso por este mundo es algo más que un mero accidente. Sin embargo, Camus señala que en la caótica inmensidad del universo no hay lógica, justificación o causalidad razonable capaz de otorgar significado a la existencia individual de cada uno. Es entonces que el querer darle una respuesta universal a una pregunta perenne condenada a no tenerla como lo es sentido de la vida nos lleva inequívocamente a toparnos con el Absurdo (La convicción de que vivimos carentes de propósito), mismo que deriva en angustia y una inevitable sensación de vacío.
Entonces ¿Es posible contemplar esta situación sin sentir el impulso inmediato de querer cortarnos de tajo las venas? Camus dice que sí. Para lograrlo, es necesario en primer lugar el ser honestos y reconocer la aplastante verdad sobre nuestra absurda naturaleza – originada en un sinsentido incapaz de otorgarnos explicaciones por sí mismo–, para después rebelarnos ante la tragedia trascendiendo el absurdo, y así, comenzar a disfrutarlo con todo aquello que llena nuestra cotidianidad –familia, amistades, profesión, relaciones, pasiones, hobbies, cultura, arte, deporte… la lista puede ser inmensa–, llevándonos así a redirigir nuestra pregunta hacia la búsqueda de sentido en nuestra propia vida, ignorando los universales y encontrando respuesta en nuestra subjetividad individual. Con ello nos convertimos en Sísifo, aquel rey griego que, condenado al castigo de empujar por toda la eternidad una roca hasta la cima de una montaña solo para verla caer e iniciar de nuevo, logró rebelarse contra los dioses al encontrar consuelo en la resignación de mirarse atado al absurdo y procurarse felicidad en cada subida y bajada de la colina.
Parte de lo que implica estar vivo es el enfrentarnos a situaciones que nos llevan a cuestionarnos por el sentido y propósito de nuestra vida. Al sacudirnos de nuestro ensimismamiento y mostrarnos vulnerables y sobrepasados por las condiciones de la situación – o indefensos ante las inclemencias de la naturaleza– se vuelve necesario el poner en práctica las enseñanzas de Frankl y Camus y virar la atención hacia lo que de verdad importa; aquello que llena nuestra existencia y en lo que encontramos nuestro propio sentido de vida, recordando así que quizás no tengamos un propósito especial encomendado por el universo, pero que, mientras nuestro corazón siga latiendo, podemos encontrar como dice Sabina “más de mil mentiras que valen la pena”.