“El traje nuevo del Emperador”, cuento escrito por Hans Christian Andersen en 1837, nos da las pistas necesarias para plantarnos firmes y no hacer un ridículo de proporciones bíblicas. En el relato, al emperador se le presenta una tela que “solo aquellos virtuosos y merecedores de su puesto pueden ver”. En realidad no hay ninguna tela. El silencio se hace cómplice entre sus súbditos por temor a la ira del soberano cuando proclama que trae puesto un traje de material ilusorio.
Hans Christian Andersen describió un escenario que podría parecer exagerado, pero la realidad es que resuena profundamente en nosotros. Al nacer, tendemos a estar rodeados de aquellos a quienes les importamos tremendamente. Puede que recordemos, entre imágenes difusas de la infancia temprana, una o dos sonrisas observándonos con ternura y cuidado. Se conmemora el instante en el que, con arduo esfuerzo, enunciamos nuestras primeras palabras. Los aplausos y alabanzas resuenan por días cuando logramos caminar, tambalear y caer. Para comernos nuestras verduras, nuestros cuidadores nos engañan suspicazmente. Aquellas personas grandes nos cantan nuestras canciones favoritas, nos arropan, bailan con nosotros, nos ponen prendas calientes si hiela y un impermeable si llueve. Es una experiencia disonante con el resto de nuestra vida.
En la escuela, nuestros maestros se muestran comprensivos y pacientes para enseñarnos. Detectan que podemos ser tímidos y alientan nuestros talentos particulares. Nuestros familiares no son menos amables, e incluso, alguna vez un vendedor en la feria nos regaló un peluche más grande que nuestros brazos – pues dijo que «somos increíbles». Esto es, y sin querer hacerlo sonar arrogante o pretencioso, lo que hemos llegado a esperar hasta ahora.
La realidad nos alcanza de maneras horripilantes al igual que al emperador del cuento. En medio de una procesión frente a su pueblo, mientras presumía su nueva ropa, un niño le grita: “No trae nada puesto!”. Así, el hechizo se rompe fácilmente; puede que estemos en una tienda o en un concierto, o vagando de noche por calles solitarias cuando nos damos cuenta. Nadie va a acicalarnos ni a cargarnos otra vez. Somos diminutos frente a los anuncios de neón y las gigantes torres de telecomunicaciones. Podríamos desaparecer en un instante, en ese mismo lugar y momento y nadie lo notaría. Es una verdad abrumadora, más aún si nos enfocamos en sus implicaciones negativas. Podríamos afligirnos hasta la enfermedad con la idea de que somos tan invisibles como el tapiz de una pared, pero estaríamos perdiendo la oportunidad de darle a este pensamiento su uso filosófico propio: el de combatir un sentido de auto conciencia corrosivo.
Normalmente buscamos la aprobación de nuestro entorno, pues no hemos aceptado su indiferencia. Sufrimos intensamente de qué tanto y en qué maneras los demás piensan de nosotros. No tenemos evidencia al respecto, pero parecería que conocemos con certeza emocional el desdén que los demás nos tienen. Nuestros errores y carencias, pensamos, son intuitivamente obvios y son observados y juzgados severamente. El ejercicio que nos libera de esta narrativa sancionadora es simple: tenemos que prestar especial atención a qué tanto tiempo pasamos pensando en las tonterías (o la existencia en general) de otros. Somos la misma especie de extraño, pasajero, con los que lidiamos a diario. Como pensamos y nos sentimos de otros que no conocemos es la mejor guía para entender el funcionamiento de la imaginación humana en general. Puesto de otra manera, y tratando de pintarlo de la manera más amable posible: los demás no piensan mucho en nosotros.
La lección impartida por Hans Christian Andersen se encuentra al final de su cuento. El emperador, dándose cuenta que esta desnudo frente al pueblo entero, continúa marchando. Durante nuestro periodo de vida no podemos evitar hacer el ridículo. Lo que sí podemos lograr es algo mucho más liberador que tratar de nunca equivocarnos: entender que podemos fallar en todo momento y que a nadie le importará un carajo. Lo cual es una idea que, por encima de cualquier otra cosa, contribuirá a que tengamos éxito y salgamos, como el emperador, adelante.
Felicidades, excelente la reflexión.
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