Si entendemos al arte como una manifestación de la cultura cuyo principal objetivo es el comunicar un mensaje originado en el impulso creador de un artista, entonces el cine es la forma de representación artística más efectiva de todas. Es correcto pensarlo así si visualizamos al séptimo arte como aquel en el que las seis bellas artes convergen detrás del lente, interactuando armónicamente entre ellas con el fin de sumergir al espectador en una experiencia multi sensorial que permite conmoverlo, entretenerlo, hacerlo reflexionar y sentir por igual. Le habla directamente a ese ser primitivo, pre racional que entiende el mundo que lo rodea a través de historias, lo que los humanistas llaman el weltanschauung (Cosmovisión).
El frenético manejo de cámara, la intensidad creciente en las actuaciones y la disruptiva narrativa que los hila al guion sirven al simbolismo místico y antropológico característico del cine de Darren Aronofsky. El cineasta neoyorkino que saltó a la fama con los filmes “El cisne negro” y “Requiem por un sueño” ha sabido aprovechar la eficacia comunicativa del cine para explorar los límites de la naturaleza humana.
Su más reciente entrega –“¡madre!”– es, al igual que el resto de su obra, susceptible a múltiples niveles de análisis. En primer plano cuenta la historia de una pareja; Él (interpretado con maestría por el histrión Javier Bardem) es un poeta a la espera de un impulso creador quien comparte un exilio en una residencia campirana junto a Ella (Jennifer Lawrence, consagrada finalmente como actriz merecedora del Oscar). Sorpresivamente comienzan a recibir visitas que poco a poco se van adueñando de la casa, pervirtiendo gradualmente la integridad de la pareja, su relación y el espacio que comparten.
[OJO: spoilers a continuación]
La historia puede ser entendida también como una metáfora de la relación entre lo divino (Él) y lo natural (Ella). El espacio en el que se desarrolla la historia –La casa entendida como el mundo– es creada en conjunto, Él otorgando el espacio y Ella llenándolo. La trama comienza con la llegada de un hombre (Adán) quien entabla una relación de camaradería con Él, motivada por su admiración. Posteriormente el visitante enferma y, para aliviar su dolor, Él le extirpa una costilla. Al día siguiente aparece en el umbral de la puerta una mujer (Eva) quien, motivada por la curiosidad irrumpe en el estudio del poeta (El paraíso) y rompe su adorno más preciado (El fruto del edén), causando así su expulsión. Al día siguiente llegan los hijos de los visitantes; uno de ellos (Caín) embriagado de envidia mata a su hermano (Abel) en la sala de estar, dejando en el suelo una mancha que evidencia el impulso violento inherente al ser humano. Así, las visitas que arriban posteriormente a la casa y su interacción pueden ser interpretadas como pasajes del Viejo Testamento – el diluvio, Moisés y los Diez Mandamientos, la difusión de la palabra y el origen de sus diferentes interpretaciones – y del Nuevo Testamento – Comenzando con el nacimiento y muerte del hijo de Ella, una demasiado gráfica representación de la transubstanciación– concluyendo con la perversión del humano y su aniquilación a manos de la naturaleza. La escena final sugiere que este proceso de creación y destrucción es a la vez inevitable e interminable pues está incrustado en la esencia tanto del creador como de su creación.
Un tercer nivel permite apreciar no solo las referencias bíblicas, sino que además propone un replanteamiento sobre el mito fundador de la tradición judeocristiana al incluir (correcta o incorrectamente) una dimensión en la que se explora la posibilidad de que las enseñanzas detrás de La Palabra divina sean las causantes de la espiral destructiva a la que se encuentra sujeta nuestro planeta.
Se recomienda ver esta extraordinaria película con una mentalidad abierta, estómago vacío y previo conocimiento de la metáfora a la que apela para no padecer de la frustración que arriba al mirar un sinsentido.