Recuerdo que, hace unos años, mi mamá comentó: “tu tía sugiere tomar estas pastillas para la memoria”, y yo le respondí: “Es mejor estudiar, para tener algo que recordar”. Fue un comentario obtuso y miope de mi parte, debido quizá a que en ese momento de mi vida yo estaba centrado en el estudio académico y no alcanzaba a ver otros valores y experiencias que también vale la pena atesorar en la memoria. En sus últimos años de vida, mi tía tuvo un serio deterioro cognitivo que le provocó pérdida de la memoria, lo cual trajo mucho dolor a sus seres queridos, pues los empezó a desconocer.
La memoria se divide en declarativa (como, por ejemplo, la memoria episódica), y no declarativa (como la procedimental). Con relación el tiempo, puede ser de corto o de largo plazo. La de corto plazo tiende a deteriorarse frecuentemente por causas como el estrés, la ansiedad, la depresión y el sedentarismo; y la de largo plazo, aunque también se deteriora, permite conservar algunos recuerdos y aprendizajes episódicos, semánticos y procedimentales.
Algunos dicen que la memoria es vida acumulada; otros, que es el registro de la historia. Hay quienes proponen que es como un baúl que encierra un tesoro –en cuyo caso, sería conveniente que, al acceder a él, su contenido se encontrara perfectamente conservado–.
También se puede decir que la persona es memoria, que está hecha de recuerdos, pues lo que está en ella –como es el caso de los recuerdos– de alguna manera la constituye. Y un pueblo, una persona y una vida sin memoria corren el riesgo de caer en el absurdo, en el sinsentido del olvido y en el vacío de la muerte.
Si pudiéramos elegir qué cosas nos gustaría que se nos grabaran indeleblemente y nos acompañaran toda la vida, y de cuáles podríamos prescindir en el caso de un deterioro cognitivo, tal vez decidiríamos olvidar aquellas que nos trajeron pena y dolor –aunque también nos hayan aportado muchos aprendizajes–, y muy probablemente conservaríamos los espacios alegres, los tiempos felices y, seguramente, nuestros amores.
Mientras recorremos nuestro tiempo y escribimos nuestra historia, debemos hacer ejercicios para fortalecer la memoria, alimentarla y protegerla a fin de que nos ayude a trascender la realidad sensible; para que nos permita reencontrarnos con nosotros mismos y podamos ofrecer a quienes amamos nuestra mejor versión: esa que se construye con experiencias, se nutre de esperanzas, y en la que nosotros y nuestros seres amados llegamos a ser uno solo.
Ojalá que, si alguna vez se deteriora seriamente nuestra memoria, ya nos hayamos ido parcialmente, para no sufrir por haber perdido esos maravillosos recuerdos, experiencias y personas que hoy viven en nuestra mente y que le ponen música y color a nuestra historia.
Quizá yo debería preguntarle a mi mamá cuáles eran aquellas pastillas que recomendó mi tía, aunque es probable que no lo recuerde. Y, desgraciadamente, mi tía ya no está para responder; aunque no creo que sea grave, porque, si se las tomó, parece que no le sirvieron.
Dependemos de nuestro esfuerzo para mantener sana y fuerte nuestra memoria; dependemos de la densidad de los recuerdos que construimos; y dependemos también de nuestros seres queridos, no solo para que nos recuerden y pongan nuestra foto en la ofrenda del día de muertos, sino también para que sus voces, sus imágenes y su cariño nos hagan infinitos. Porque el amor es el mejor recuerdo, y porque es, como la memoria, nuestro principio de inmortalidad.
salvadorquinterom@gmail.com
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