Así como el principito, a decir de Antoine de Saint-Exupéry, quiso volver a su pequeño planeta para reencontrarse con su flor, que era única en el mundo, nosotros también valoramos nuestras “flores” y, para estar a su lado, volvemos siempre a casa, a ese escenario donde, junto con ellas, actuamos en esta obra llamada “vida”.
Nuestra historia está íntimamente unida a los lugares –y escenarios– donde hemos actuado. El primero fue el vientre materno, donde nos formamos como actores y recibimos de nuestra madre nutrientes y factores inmunitarios, a cambio de los cuales le ayudamos a disminuir el riesgo de desarrollar cáncer de ovario. El siguiente escenario, en el que ya dejamos de ser actores de reparto, fue aquella habitación donde alguien nos sostuvo mientras dábamos esos primeros pasos que, junto con los ecos de nuestras risas, voces y miradas, quedaron grabados en la mente y en los corazones de los espectadores (en este caso, nuestros padres). Luego tuvimos nuestro primer papel estelar, ya frente al gran público y bajo la mirada escrutadora de los críticos de arte, en esta historia de encuentros y separaciones donde nos ha tocado jugar, reír, cantar, llorar, amar y soñar.
El escenario de nuestra vida es “el espacio”, el cual puede definirse como “una relación que se establece entre dos seres, que crece cuando se incrementa la separación entre ellos, y que disminuye si se aproximan”. Y así como la expansión del universo genera nuevos espacios, de manera análoga, cuando salimos de nosotros mismos y entramos en relación con nuestro entorno (ya sea un árbol, las vías del tren, nuestras mascotas o los demás seres que nos rodean), creamos espacios significativos –o escenarios importantes, si continuamos con el símil de la actuación– que retratan nuestra personalidad, de la misma manera en que un autor se refleja en su obra.
Por ello, si nos mostramos magnánimos, creamos, junto con el otro, escenarios grandiosos y dignos de obras excelsas. Pero, si actuamos de manera ruin y miserable, además de que nuestras relaciones se vuelven estériles e insustanciales, los escenarios que construimos se tornan infaustos y de triste memoria.
Los espacios nos permiten, además, echar raíces y desarrollar un sentido de pertenencia, aprender del otro y admirar su genialidad; asimismo, nos dan la posibilidad de sembrar palabras y sentimientos en los corazones, y de regarlos con sonrisas que los hagan germinar.
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Antes de que se nos acabe el tiempo y baje el telón, quizá valdría la pena recorrer de nuevo los escenarios que creamos tiempo atrás, para reencontrarnos con aquellos ojos soñadores y mirar una vez más las sonrisas dibujadas en las caras angelicales; para respirar el perfume de aquella alegría y volver a sentir la caricia de la ternura; para iluminar los recuerdos e interpretar de nuevo los silencios de nuestra música. Porque los espacios guardan todo eso, y más at https://ibebet.com/gh/.
El espacio es solamente una relación cuyo valor, como nos recuerda El Principito, no radica en su tamaño ni en su precio, sino en que nos permite estar cerca de quienes hacen brillar las estrellas.
Para Mariana, Carlo y Rodrigo.