En estos tiempos en que cunden las noticias falsas, ¿debemos dudar de todo lo que leemos o escuchamos? La fiabilidad se funda en una correlación entre palabra y obra, ya que la palabra explica el acto y este ilumina la palabra. Cuando alguien dice “te quiero”, debe acompañar sus palabras con señales inequívocas de afecto; y quien escucha debe analizar la congruencia entre el dicho y el hecho. Como sugiere el proverbio ruso: “Confía, pero verifica” (Доверяй, но проверяй).
Para ser comprendidos, los mensajes verbales requieren de un equilibrio entre forma y fondo (la forma es el modo de presentar la palabra, y el fondo es su significado). Si tal balance se pierde, el mensaje se desvirtúa (como sucede cuando dos personas discuten y una de ellas empieza a gritar, pues quiere suplir con gritos lo que le falta de razones).
Es tanta la importancia de la lengua, que la naturaleza ha desarrollado regiones lingüísticas en el cerebro humano; y el poder del lenguaje es tal, que nos permite realizarnos como seres sociales, reconocernos en el otro, sumergirnos en su vastedad y rendirnos a su inefabilidad.
Cuando Jorge Luis Borges afirma que el nombre es arquetipo de la cosa, que en las letras de ‘rosa’ está la rosa; y todo el Nilo, en la palabra ‘Nilo’, explicita el alcance de las palabras y, de alguna forma, subraya la importancia de tener ideas buenas que se expresen con palabras grandes y muevan a la acción magnánima, así como la conveniencia de evitar las ideas infames que se contienen en palabras soeces y provocan actos ruines.
Aunque, por exceso o por defecto en su utilización, el lenguaje se ha desvirtuado (por ejemplo, se han extinguido los contratos a la palabra y han caído en desuso las promesas de fidelidad “hasta la muerte”), mantiene sus posibilidades de fomentar el progreso, pues puede contribuir a la solución de los problemas sociales creando una cultura de la prevención y formando la consciencia (la cual, por ejemplo, evitaría la inútil represión física, pues nuestro mundo adolescente todavía fantasea con la idea de que la violencia engendra la paz).
Deberíamos emular a la naturaleza, que, además de crear magníficos espacios y someter todo a un orden, ha construido cerebros como los nuestros y, a través de ellos, bienes superiores como el lenguaje, las ideas y los sentimientos.
Si regamos la planta de la amistad con el agua de las palabras, de la presencia y de los silencios compartidos, crearemos un sentido de pertenencia a nuestro espacio y a la persona que camina a nuestro lado, y recuperaremos un poco de la humanidad que hemos perdido a lo largo del camino.
En este último día de la vida (porque siempre hay que vivirlo como si así fuera), hay que decirlo todo y no guardar nada para el retorno, pues llegará el momento en que la persona amada ya no estará ahí y nuestras palabras se quedarán guardadas, sin ver la luz, sin ser pronunciadas, hasta que lleguemos al reencuentro.
En las letras de “te amo” está el amor. Hay que pronunciarlas y dejar que hagan su magia –pues el nombre y el verbo hacen lo que dicen, si nosotros se lo permitimos–. Y ni las palabras huecas ni las noticias falsas pasan la prueba de la veracidad, porque, diría Platón, no son arquetipo de la cosa.
Tenemos la obligación humana de pronunciar nuestra palabra –esa que nos define y merece romper el encanto del silencio– porque somos la naturaleza que dialoga consigo misma, el cosmos que piensa, la materia que escucha y el universo que ama.